jueves, 3 de junio de 2010

Los oráculos


¡Hola chicos! espero que recuerden lo que estuvimos conversando la clase pasada. Los oráculos nos llevan inmediatamente a pensar en los griegos y romanos pero podríamos decir que en todos los tiempos siempre han existido entidades que dicen leer el futuro, el mensaje de los dioses, el destino, etc. ¿Ustedes creen en esta capacidad de los oráculos? ¿Qué opinan al respecto? A continuación les dejo un breve cuento de Alejandro Dolina, un escritor que me encanta por su gran inteligencia y humor sarcástico. Espero que les guste el texto. Las consignas son:
1) Leer el texto completo. ¿Se cumple finalmente el vaticinio? ¿Crees que Hilda M. de Sormani realmente transmitia el mensaje de una diosa o era una estafadora?
2) Realizar algún comentario sobre los oráculos con una buena justificación. ¿Crees que realmente transmitian el mensaje de los dioses? ¿Por qué creen que los griegos consultaban tanto a los oráculos? ¿Ustedes creen en oráculos, horóscopos, salamancas, mensajeros de los dioses, etc.? son algunas preguntitas para reflexionar...
Un abrazo
(La imágen es del oráculo de Delfos)

ORÁCULOS II

Durante muchos años, se creyó que la estatua del Monje, que existe en un rincón de la plaza Flores, tenía virtudes oraculares. La noticia de tal prodigio era difundida por la bella hechicera y vidente Hilda M. de Sormani.
El procedimiento para obtener un dictamen de aquel bronce milagroso era bastante complicado. En primer lugar, había que presentarse en el domicilio de la señora de Sorma­ni. La hermosa bruja tomaba nota de los antecedentes del consultante, lo anotaba en una lista de precedencia, le cobra­ba cincuenta pesos y le recomendaba una dieta rigurosa que duraba dos semanas. La noche anterior a la de la consulta co­menzaba un estricto ayuno. A la hora señalada, animado tal vez por un licor de mandarina que preparaba la propia seño­ra de Sormani, el postulante era conducido ante la estatua. Esto ocurría, casi siempre, a la madrugada y -según la he­chicera- el Monje era más locuaz cuando llovía.
Algunas veces, se vendaban los ojos del peregrino. La pre­gunta debía ser formulada en voz muy alta, casi a los gritos. Unos momentos después, el oráculo se pronunciaba con una voz extraña y con palabras que no siempre era posible enten­der. Por suerte, la señora de Sormani se hallaba siempre pre­sente para interpretar los párrafos oscuros de la respuesta.
El ruso Salzman, que sospechaba de la integridad de la hechicera, le preparó una trampa. Después de algunos segui­mientos y falsas consultas, descubrió que la voz del Monje era, en realidad, el chueco Ordóñez, un mozo de la confite­ría Tourbillon al que habían dejado cesante por tartamudo.
Salzman se presentó ante la adivina y cuando llegó la no­che de su consulta ante la estatua, dispuso que sus amigos in­terceptaran a Ordóñez y lo reemplazaran, escondidos detrás del monumento. Manuel Mandeb, Jorge Allen e Ives Castag­nino se encargaron de tales comisiones.
A las tres de la mañana, Bernardo Salzman, vendados sus ojos y sintiendo en sus hombros las manos de la señora de Sormani, gritó su indagatoria.
—Quiero saber, oh, Diosa, si podré encontrar el amor en la tarde de mi vida. ¿Hay alguna mujer que me ame? ¿Hay al­guna mujer que arda de pasión y lujuria por mí?
Inmediatamente se oyó la voz de Jorge Allen, que tal vez hablaba apretándose la nariz.
—La mu-mu-mujer que te ama está cerca, ta-ta-ta-tan cer­ca que-que-que-que sus manos tocan ahora tus hombros. Da­da-date vuelta, tómala entre tus brazos y hazle el amor aquí mismo, que la mina está de-de-desesperada.
Salzman se quitó la venda y se dispuso a asustar a la bru­ja con unos visajes lujuriosos, pero la bella señora de Sorma­ni ya había huido al galope.
Una semana más tarde, se cruzó con ella atrás del hospi­tal Álvarez. La saludó amablemente, pero con una sonrisa so­carrona. Ella lo miró a los ojos y le dijo:
—La Diosa habla por boca de cualquiera, tanto sea una estatua como un ser humano. El que cree que se burla de la Diosa acaba por convertirse en su instrumento.
Salzman reaccionó inmediatamente.
—¿Quiere decir que la respuesta del otro día fue verda­dera?
—Sí —dijo ella y lo arrastró contra el paredón. Esa mis­ma noche se hicieron amantes.
Bernardo Salzman empezó a creer en los oráculos y si­guió haciéndolo hasta la pascua siguiente, cuando la seño­ra de Sormani lo dejó, con el pretexto de que el marido sos­pechaba.
Alejandro Dolina